Buhardilla by Enrique Nácher

Buhardilla by Enrique Nácher

autor:Enrique Nácher [Nácher, Enrique]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1950-01-01T00:00:00+00:00


XX

PEDRO entró en relación con una existencia desconocida y odiosa. La jovencita le arrastraba hacia el ignorado artificio de la vida. Sin saber cómo, se encontraba en casa del sastre, rígido, avergonzado y consintiendo que un amanerado mequetrefe le tomase medidas por todo el cuerpo.

Nadie le condujo hasta aquel lugar. Él mismo había ido por propia voluntad, con la agravante de haber pedido una recomendación al hombre gordo de la camiseta. Estaba irritado consigo mismo. Consideraba aquello como una concesión a la estupidez de las multitudes, a las que se obstinaba en no pertenecer. No era eso lo peor; sabía que estaba en el principio y que le esperaban acontecimientos mucho más graves. Ella hablaba de las cosas que le eran gratas. Paseos, cines, cafés, bailes… en una palabra, multitud. A Pedro le horrorizaba la idea de perderse entre la masa como uno más, y vivir al ritmo uniforme de la burguesía.

Pero ella no tenía la culpa. Al parecer, encontraba amenidad en aquellas charlas interminables de la buhardilla y no le pedía otra cosa. Allí iba; se sentaba en una silla, en el camastro del rincón, en cualquier parte…, encendía cigarrillos y hablaba con una enloquecedora música de palabras. Pedro la oía y hablaba también. Del gallo, de Ana de Tordesillas y de los vivos. Ella ya los conocía a todos: a Akim el marinero cojo, el angelito Francisco, el caballo Plumero…, hasta la vieja del rincón, eran ya sus amigos. Odiaba al mendigo, amaba las golondrinas y sentía una rara fascinación por aquella vida de buhardilla, aceptada como una aventura que exaltaba su juventud.

Pero al fin se iba y él se quedaba.

—Tengo que irme; es tarde.

Pedro conocía sus pasos, e iba al cine, al baile, al bar, hacia su otra vida, en la que él no podía entrar. Una vez, ¡qué espanto!, se le hacía tarde para irse al boxeo; a ver como dos salvajes casi desnudos se golpeaban como brutos. ¡Ella se iba al boxeo! y por eso dejaba su compañía…

No podía entender aquello. La jovencita acudía a él con espontánea familiaridad pero, inesperadamente, se ponía en pie y se iba. No le había vuelto a besar. Ni él consiguió valor para franquear la modosa compostura de un interlocutor desapasionado.

Pero estaba decidido a vencer sus prejuicios y penetrar los dominios de la estupidez. Amaba a la jovencita con extraordinario apasionamiento. Por ella sería capaz de cualquier cosa. Los celos le atormentaban cada vez que ella empezaba a bajar la escalera.

Asomado al tragaluz la veía en la calle, iba sola; pero, más allá de la esquina…

Después, quedaba absorto y mirando al mendigo. En sus ojos brillaba entonces una ira imposible de desahogar y maldecía, como único recurso, la estampa del salmodiero.

El traje era gris y a grandes cuadros que delimitaban rayas múltiples. Era una tela muy llamativa. Según el sastre, se trataba de auténtico paño inglés de última moda. Pedro tenía prisa por verlo terminado. ¡Vaya sorpresa que preparaba a la jovencita!

La esperaba asomado al tragaluz, y nervioso. Todo



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